jueves, 28 de diciembre de 2017

Las Aves



Las aves

Los Girasoles de Van Gogh. Me traen esperanza a pesar de este mudo aterradoramente triste: http://www.vangoghgallery.com/catalog/Painting/586/Still-Life:-Vase-with-Fifteen-Sunflowers.html

Describir las seis de la tarde es como querer pintar “Los Girasoles” con un cepillo de dientes. Es querer realizar lo imposible con las herramientas equivocadas, porque las seis de la tarde es distinta de las dos y de las doce. A esta hora el calor no agobia, pero la brisa no refresca. No existe el misticismo, ni tampoco la esperanza. Al llegar las seis de la tarde, las horas ya se han muerto de hambre, el sol ha sido enterrado vivo y la luna parce asfixiarse en el vientre de su madre. Al final, no queda más que la soledad nostálgica de quien sale a correr para evitar el trabajo.

Así me encontraba yo, corriendo como tantas otras tardes. Suelo hacerlo alrededor del área verde que se encuentra frente a mi casa. Es un habito que trato de mantener por la figura y por los nervios y que solo dejo cuando el deber de la vagancia llama, mas esta vez, aun antes de empezar, ya me había percatado de algo distinto. Los residuos de la lluvia nocturna parecían haber atraído una avalancha de insectos que antes de terminar sus efímeras vidas, habían depositado esperanzados su progenie en el floreciente suelo, sólo para que hoy, una marabunta de aves se diera un festín con sus engendros.

Era algo intrigante y aunque seguía corriendo, lo hacia más lento que de costumbre, mitad por la fascinación, mitad por el miedo mientras aquellos ¿cuervos? engullían feroces su banquete. Parecían criaturas antiguas, como sirenas aladas o arpías disminuidas, afectadas por el peso de los años y la decadencia de la mitología. Eso si, fueran arpías o sirenas, tenía la sombría certidumbre de que sus gráciles cuerpos no eran más que un velo inofensivo para sus gemidos salvajes y ojos certeros de aves de rapiña.

Sudaba frío mientras corría y empapado en miedo completaba mis vueltas. Cuando caminaba, las aves me cruzaban como bólidos, tan cerca y tan rápido que más de una vez llegue a sentir su roce, y al correr, lo hacia con las manos oprimidas sobre la sien y el temor irracional de que una se estrellara contra mi frente. Viéndolas ser, los minutos transcurrían irreconocibles.

El tiempo corría junto conmigo, se agotaba y envejecía, pero las aves permanecían, perennes. No quedaban insectos que pescar, pero todavía bajaban como rasando el suelo y surcaban los cielos, como buitres, esperando algún suceso inocurrente. A pesar de ellas, seguía corriendo. A pesar inclusive del guachi que apoyado en un árbol del solar, me miraba correr satisfecho. Los ojos hambrientos y hasta lascivos que ponía sobre mí me hacían olvidar a las aves. Seguía corriendo, sí, pero esta sería mi última vuelta.

Puse fin a mi carrera. Estaba satisfecho y el cielo oscurecía, la luna parecía haber sobrevivido a su parto y asomaba su cabeza por entre las nubes. Me encontraba entonces a sólo unos cuantos paso de casa, cuando vi acercarse una camioneta azul. Era una Toyota desdichada de vidrios tintados y la extraña suerte de conservarlos todos. Se acercaba y frenaba su marcha mientras bajaba un vidrio lateral. Pensamientos de impotencia llenaron mi cabeza cuando a la distancia identifiqué a un hombre que asestaba golpes a una mujer en el asiento delantero mientras un niño arrojaba su alma a gritos en el asiento de atrás.

La mujer pedía auxilio, pero por más férrea que mi voluntad de ayudar fuera, jadeando como estaba, o incluso sin estarlo, seria inútil enfrentarme al hombre. Busque ayuda entonces en el vigilante, pero arrimado al árbol del solar, no estaba ni la sombra de aquel, sino tan sólo un ave solitaria que desde una rama, miraba directo a mis ojos y penetraba en mis pensamientos.

No tomaron ni un segundo los treinta que pasé dudando, entonces, más por ego que por solidaridad, me acerqué al vehículo ostentando toda mi fuerza inexistente. Las aves rondaban aún, descendían desde lo alto para luego remontar el vuelo y emitir su quejido de hambre. Seguían conmigo, pero ya eran parte de mí, un elemento más de esta hora maldita. Lo único que no pertenecía era la camioneta azul y el hombre que dentro de ella, manchaba sus manos justo frente a mi casa. Ya cerca de él, me deje llevar por el orgullo, inflexioné mi voz en un desplante más allá del descaro y le dije que su miserable alma de perro no la merecía ni un gusano, pero el tiempo ni siquiera se molestó en transcurrir mientras caía golpeado por una luz enferma. Al instante oí un grito lejano acompañado de un motor que moría a la distancia. Mil y un graznidos sonaron a coro, pero cegado y aturdido como estaba, no recuerdo más que una terrible picazón por todo el cuerpo.






Realmente lo escribí como en 2do de bachillerato, cuando empecé a escribir para perder peso. Está basado en lo que me imaginé un día mientras corría y cientos de pájaros me “perseguían”.

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