domingo, 15 de diciembre de 2013

Mi noche larga en el museo




Mi noche larga en el museo
                                                                        Por: Erick Stern

Y uno es feliz como un niño, cuando sale de la escuela
Joan Manuel Serrat

De vez en cuando la vida nos da oportunidades magnificas para maravillarnos y redescubrir cosas que teníamos olvidadas o creíamos perdidas para siempre, como la poesía, la pintura, la historia, el patriotismo. El pasado sábado siete de octubre tuve esa oportunidad cuando se celebró la “Noche larga de los Museos”, propuesta del Ministerio de Cultura (siguiendo una tendencia internacional) en la cual numerosos museos abren sus puertas los fines de semana en horas nocturnas para que los habitantes comúnmente absortos por la faena diaria puedan disfrutar de una riqueza que generalmente estaría vedada al momento en que salen de sus trabajos. En este post quiero relatar mis vivencias de esa noche y transmitir los sentimientos nacidas en ese día completo, además de alguna que otra idea irreverente de las que siempre se me ocurren mientras ando paseando.

Para comenzar, el sábado me desperté tarde –práctica benéfica y fugaz en la cual solo se puede incursionar desde la adolescencia hasta el nacimiento del primer hijo-- y después de una buena comida, salí a correr por la inmensa ciudad de Santo Domingo. Solo un sector basta para agotar al más impetuoso corredor y la zona de Las Praderas, con sus aceras amplias y asombradas daban la bienvenida a mis pasos.





Cuando agotado realcanzo mi morada, después de otra satisfactoria comilona me propongo averiguar qué hacer en mi solitaria tarde en la ciudad. Mi amada había partido hacia su natal Puerto Plata, novia del Atlántico, por lo que este fin de semana no tenia planeado subir a mi Santiago a encontrarme con ella. Dubitativo recurrí al excelente portal de eventos quehacerhoy.com.do y, a pesar de ser un asiduo lector de periódicos, me enteré por vez primera de que justo ese día se celebraría la versión navideña de “La Noche Larga de los Museos”. Encandilado por la idea y habiendo tenido buenas experiencias la edición pasada, decidí partir hacia la Zona Colonial.

Encaminado me enfrenté al dilema de la distancia que me separaba de la Zona. Siendo un entusiasta del transporte público cuando lo experimento en otros países, decidí “montarme en el progreso” y alcanzar mi objetivo vía Metro de Santo Domingo. Ahora bien, como el Metro no pasa ni cerca de mi casa ni cerca de la Zona Colonial, debía recorrer en “concho” las distancias que me separaban de mis objetivos y si bien no tenga nada en contra de los choferes de “concho” –como estoy seguro que nadie tenia nada en contra de los trabajadores municipales que llenaban de aceite las lámparas que constituían el alumbrado público en la época de Lilix--, montarme en los mismos es una experiencia que prefiero evitar. Eventualmente, así como el alumbrado de aceite, entiendo que el “concho” debe desaparecer y formas más eficientes, ecológicas y seguras de transporte deben tomar su lugar. Por tal razón, haciendo una objeción de conciencia, di los primeros pasos de los quien sabe cuantos miles de pisadas de aquella noche.


De la B a la C el trayecto fue en Metro, el resto fue a pie.
 
El camino, si bien largo, fue bastante agradable desde mi casa a la estación Pedro Francisco Bonó, primer sociólogo de nuestra joven República. El traspaso de la línea 2 a la Línea 1 del Metro fue evocativo de las estaciones de Metro de Nueva York las cuales tanto admiro y disfruto cada vez que visito la Gran Manzana. Finalmente desembarco en la estación Joaquín Balaguer, llamada así por la cercanía de la casa del anciano presidente e inocentemente recuerdo como justo este año 2013 eliminaron de Francia la última calle con el nombre del General Petain, indiscutible vencedor de Verdun, indudable traidor de la Vichy France.

Despejando mi mente, reinauguro mis pies sobre las modernas aceras de la avenida Máximo Gómez, héroe de las dos Repúblicas –Cuba, la patria de su esposa y Dominicana, su tierra natal en el árido y precioso Monte Cristi--. Planifico que doblaré a la izquierda en la Avenida Independencia para llegar por su vía hasta la Zona Colonial, teniendo la privilegiada desdicha de pasar por frente el Palacio de Bellas Artes y de rememorar el triste drama de su sobrevalorada remodelación. Trago saliva a la vez que redoblo el paso y afortunadamente pude calmar mi angustia gracias a que su extrañamente baja cerca me permitió imaginarme volándome y jugando futbol en sus amplios e inutilizados “jardines” sin árboles.



De vuelta en la ruta, la tradicional Avenida Independencia me permitió apreciar interesantes visiones como la sede del Partido Comunista dominicano así como la casa nacional del PLD, la Corte de Trabajo del Distrito Nacional y la raíz más amorfa y perturbadora que mis ojos presenciaren jamás. Su visión me hizo preguntarme si la misma estará sana o si árbol que sustentan no será más que un cascarón vacío, como aquellos otros metafóricos árboles que presencié en el camino.





Poniendo a un lado mí asombro continúe caminando hasta desembocar en el Palacio de Justicia de Ciudad Nueva, donde coincidencialmente se estaban celebrando las elecciones del Colegio de Abogados. Lamentablemente, como ya pasaban de las 5 de la tarde no pude echar mi voto por ninguno, ni siquiera por el Dr. Pérez Volquez, quien amablemente contratara una asistente para que me llamara tres veces recordándome la fecha de las elecciones. ¿Cómo habrá obtenido el doctor mi número? Me imagino que mi planilla de inscripción al colegio habrá jugado algún papel en el asunto.

Después de saludar a algunos amigos y colegas dejé a un lado el proselitismo gremial y  tomé la calle José Gabriel García, eximio historiador de nuestra época colonial, y en pocos minutos ya me sentía cerca de mi destino final. Me gusta mucho esta calle porque es amplia y tranquila, las personas adornan sus casas y pasar por ella me da la oportunidad de pasar frente al “Obelisco Hembra”, Monumento Trujillo-Hull o Monumento a la Independencia Financiera, frente al cual hay

Menos que un parque, una explanada
Sin ningún tipo de valladar,
Donde siempre veo niños jugar
A pesar de los veloces carros que transitan,
A escasos metros frente al mar.

Omito el Parque de los Cañones y la estatua de Fray Antón, dominico tan reaccionario como los jesuitas, prefiriendo pasar por la Puerta de la Misericordia y ¡voilá! ya estoy en la Colonial Zona. Bajo la velocidad de mis pasos y comienzo a respirar el aire de una ciudad con 500 años de antigüedad.

¿Qué hacer? ¿Qué hacer? Subo por la Palo Hincado, pasando por el Antiguo Registro Civil y Conservaduría de Hipotecas, tan triste y desolado que nadie pensaría que fue solo hace poco más de un mes que lo desalojaron, pues en realidad hace más de 5 lustros que lo abandonaron. Subo hasta la Puerta del Conde y en el histórico Parque Independencia, donde los mejores y peores intereses de nuestro país se han dado cita, me detengo frente a un montón de libros en el suelo. Inquiero por su propietario y un caballero apoyado en su motor y acompañado de un pequeño me vende por 100 pesos una antología casi completa de las obras de Manuel del Cabral, quien a decir de algunos entendidos, es nuestro mejor poeta. Finalizada la transacción cruzo la Inmensa Bahía en la cual se ha convertido la Calle Palo Hincado e inició a caminar por el Conde, la cual entiendo es la única calle peatonal de nuestro país, salvo por un infructuoso intento que se hiciera en mi adorado Santiago.

No hay mucho nuevo que decir sobre el Conde. Los caminantes son variados y los comercios variopintos. Sin más, llegó hasta el Palacio de la Esquizofrenia (Bar Restaurante El Conde), ubicado en el parque Colón, donde los pies de la estatua del Almirante son acariciados con añoro por una taina desvestida, en muestra de ese claro erotismo irreverente que los artista disfrutan de incluir en sus composiciones. Después de unas vueltas entre molestas palomas subo la calle Isabel la Católica y después de mucho pensarlo, tomo la ruta hasta Las Damas, primera calle trazada en la ciudad de Santo Domingo, primera calle trazada en el Nuevo Mundo.

Mi primer stop es determinado por el ritmo de los tambores africanos y los timbales tan caribeños. Resulta que en la Plaza María de Toledo estaban montando una función los famosos Guloya de San Pedro de Macorís, declarados en el 2005 Patrimonio Cultural de la Humanidad. Cayéndoles detrás algunos instantes en su ajetreado quehacer centenario recordé lo que tanto me decía mi amada: “la cultura no es solo la cultura oficial”.



 
Después que quede satisfecho de atabales torné mis pasos hacia El Homenaje, otra primicia, la torre más antigua de toda América y tristemente celebre prisión de los líderes más revolucionarios de nuestro país. Cuando atravesé la milenaria puerta, todavía estaban montando una tarima, por lo que, conociendo bien el torreón por anteriores visitas, no seguí a la multitud de visitantes y más bien me arrinconé bajo un almendro a leer algunas estrofas de Manuel del Cabral, no sin antes fotografiar a un crucero que iluminaba la otra orilla del Ozama, sobre una cama de agua, bajo una espuma de grises.




Ahora, después de leer unas líneas, confieso que no sabia que Del Cabral fuera tan explicito:

La mano de Onán se queja

Yo soy el sexo de los condenados.
No el juguete de alcoba que economiza vida.
Yo soy la amante de los que no amaron.
Yo soy la esposa de los miserables.
Soy el minuto antes del suicida.
Sola de amor, mas nunca solitaria,
limitada de piel, saco raíces…

Disfrutando su inusual estilo para tan presentes, pero omitidos temas, leo hasta que la noche me roba de la luz primaria. Ya en ese momento la tarima está presta y escucho una voz que me invita a presenciar la función. Leo unos últimos versos y tomo un robo de la seminoche un último daguerrotipo.

Oda escrita en la piedra

Hay algo más que el viento buscando ser instinto,
algo más que la ola
que quiere andar de pie como la sangre.
Hay algo más que aquello que rezaba a las piedras,
suave como la muerte del cabello del indio,
simple como el secreto transparente del agua.
Hoy aquellos que fueron siempre mudos,
los que siempre llevaron en la sombra
la dignidad del loto que crece sobre el cieno,
se acercan a la tierra,
y echan voces por granos, como quien va regando
la conciencia.




Soy nuevamente preso de la música, pero esta vez, en lugar de tambores, tamboras y acordeones. Una orquesta toca la mangulina y personajes en traje típico danzan con brío y destreza sobre el reciente escenario. Noto extrañado que muchas mujeres bailan con hombres bajitos y a medida que me voy acercando las cosas se me aclaran, aun antes que la Maestra de Ceremonias lo resaltare: Todos los músicos y uno de cada pareja de bailarines sufre algún tipo de discapacidad, ya sea visual, motora o genética. Estoy presenciando un auténtico triunfo de la voluntad sobre los azares del destino y el triunfo es agridulce cuando se restriega en mi rostro de dominicano fallido, que apenas puede alcanzar el triste paso de un triste merengue apambichao.






Dejó el terraplén inspirado y me continuo mi paso, deteniéndome en el Panteón Nacional donde reposan los restos de los más notables dominicanos. Allí mientras un guía le explica a una pareja argentina que Salomé Ureña fue la madre de Pedro Henríquez Ureña, a quien los argentinos asumen tan propio como nosotros a Hostos y otro le detalla en francés a una familia haitiana todas las características arquitectónicas del Panteón, antiguo convento de los jesuitas hasta su expulsión del país, yo pongo los ojos en una figura insigne que no pensaba encontraría en estos muros: Gastón Fernando Deligne, el poeta más puro del siglo XVIII cuyo sarcófago irónicamente se encontraba justo arriba del de Pedro Santana:

Ololoi

Él, de un temple felino y zorruno,
halagüeño y feroz todo en uno;
por aquel y el de allá y otros modos,
se hizo dueño de todo y de todos.
Y redujo sus varias acciones
a una sola esencial: ¡violaciones!
Los preceptos del código citas,
y las leyes sagradas no escritas,
la flor viva que el himen aureola
y el hogar y su honor... ¿qué no viola?...
Y pregona su orgullo inaudito,
que es mirar sus delitos, delito;
y que de ellos murmúrese y hable,
es delito más grande y notable;
y prepara y acota y advierte,
para tales delitos, la muerte.

Ahhhh Gastón, ¡que incendio tu poesía! Para no dejar que me coja la tarde, prosigo mi travesía y caigo en la Academia de Ciencias de la República Dominicana, la cual parece estar dedicada más que nada a la minería, siendo su principal proyecto ahora mismo la deslegitimación de la explotación de la Mina de Pueblo Viejo por la Barrick Gold. No obstante, entre los distintos minerales y mapas de placas tectónicas del país se destaca un ala inmensa dedicada completamente al sincretismo religioso de nuestra patria.  “La cultura no solo es cultura la cultura oficial” retumba en mis oídos mientras observo como se erigen numerosas representaciones “tradicionales” de santos católicos levemente modificados. Protagonista de la escena, Santa Marta la Dominadora:





Ahora bien, nada me había preparado para esto. Literalmente junto a Galileo y Darwin, pero con una estatua más grande e imponente que estos dos, un personaje amado pero ciertamente ajeno a una Academia de Ciencias se yergue imponente sobre nuestras cabezas. Abajo una placa que lo destaca como luchador antitrujillista y vincula su figura a Francisco Alberto Caamaño, como si este fuera la reencarnación del santo de la estatua: Liborio Mateo Ledesma.




Ciertamente quedé fascinado por lo que allí pude ver, pues además de minerales y estatuas tenían revistas propias de botánica, filología  filosofía, pero admito que me decepcionó la falta de informaciones valiosas de parte de los guías presentes allí esa noche. No obstante, ni lento ni perezoso continúe mi recorrido por la antigua ciudad, conduciéndome mis pasos a nuestra bienamada Catedral Primada de América, joya del nuevo mundo, tres veces visitada por el Papa. Una la luz amarilla que acariciaba sus murallas invitaba a caminarla con sigilo, chasqueando solamente las hojas secas en el suelo y el flash de mi improvisada cámara celular.




Lamentablemente, había una boda en progreso y un policía me ordenó de buena manera salir de sus rededores. No obstante la expulsión, la salida fue tan hermosa que valió la pena aquel leve vejamen.



Continúe mi noche en el museo dando pasos por la Calle Padre Billini, aquel humanista fundador del primer manicomio de la isla. Allí experimenté en suela propia el material con el cual el Banco Mundial planea adoquinar las calles de la Zona. Se veía bien, ya veremos después su mantenimiento:




Sigo la calle hasta el fondo, buscando Casa de Teatro, pero me prefiero detener un poco después en la Fundación Silvano Lora, sitio en apariencia aburrido, pero construido a favor de un hombre excepcional, de aquellas personas que hacen que el mundo valga la pena: Silvano Lora, pionero del arte reciclado, muralista del constitucionalismo y eterno impugnador del estatus quo. Muchos desconocen que en el aniversario de los 500 años del “Descubrimiento” el artista interrumpió la ceremonia oficial en una canoa, vestido de taino y lanzando flechas a las autoridades, pero más importante aún es conocer como organizó y celebró en tres ocasiones la “Bienal Marginal”, evento artístico que buscaba dar al traste con los parámetros museísticos de apreciación estética y dar espacio a las expresiones creadoras de aquellos que sin formación previa ni medios económicos habían encontrado la forma de hacer arte entre las precariedades.

Alma mutante. Ubicada en la Fundación Silvano Lora

Quedé impresionado y ansioso de aprender más de este inusual personaje, pero siendo ya las 8:00 PM me preguntaba si en el teatro Guloya no tendrían alguna obra de mi interés. Descendí hasta la calle Arzobispo Portes e inquirí por las obras en escena. Desafortunadamente, la obra este fin de semana era de incidencia navideña y enfoque familiar, por lo que se escenificó a las 5:30, pero al momento era libre de gratuitamente apreciar la exposición de belenes amablemente prestados por la Asociación de Beleneros de la República Dominicana. Este arte ciertamente evocativo me mereció una mención:



Como no había obra, di unos pasos más adelante hasta el Centro Cultural de España, donde luego de aprender de la labor en el tratamiento de agua y desarrollo institucional y educativo auspiciada por ese centro, fui invitado a presenciar gratuitamente tres exposiciones magistrales: 1) La primera, una exposición con aspectos visuales e inscripciones en braille, que buscaba hacer entender al espectador la preeminencia de la vista sobre todos los demás sentidos y crear conciencia que ni siquiera en el arte generalmente se hace un esfuerzo en intentamos ser inclusivos; 2) La segunda, “Omniciesta”, de Julianny Ariza, exponía brillantemente el sublime desenganche del sueño y 3) la tercera era un proyecto en el cual a personas de la tercera edad, sin experiencia fotográfica previa, se les enseñó el arte de la cámara y del autorretrato, produciendo ellos mismos resultados muy interesantes:


Omniciesta de Julianny Ariza


Continuando mí viaje por la Zona ya empiezo a sentir el palpitar del hambre. Guiado por las luces en la plaza de España, pensaba encontrar algún vendutero que saciara mis anhelos, pero en el camino decido detenerme antes en “El Taquito”, una modesta cafetería con exquisitos Baconcheeseburgers y jugos naturales.



Dos carnes y un jugo de piña después, descendí las escalinatas de la vieja plaza de Nicolás de Ovando donde ¡vaya sorpresa!, me esperaba un concierto de merengue típico auspiciado por el Ministerio de Cultura y encabezado por Johnny Ventura, con la participación estelar de Maridalia Hernández. Los temas: solamente clásicos entre clásicos del más puro perico ripiao.



Satisfecho y lejos de agotarme, cuando ya la medianoche se cernía sobre el ambiente decidí tomarme un tiempo para explorar el Museo de las Casas Reales, el cual, con sus amplios salones y lúgubre estilo, siempre estimula las áreas más románticas de mi imaginación:



Ya después, paseando suavemente por las seculares avenidas de antaño, me dispuse llegar hasta el teatro guloya, sitio que consideraba lo suficientemente cerca y a la vez lo suficientemente lejos de la maraña de carros que inundan la Zona los sábados como para poder pedir desde allí un taxi con tranquilidad. De paso me detuve en el Museo Trampolín, hermosa iniciativa de museo infantil, pionera en nuestro país del aprendizaje mediante juegos y una vez fuera, mientras terminaba la calle Las Damas, tuve dos agradables sorpresas: Primero, pude ver como se nivelaba un vaciado de las nuevas calles de la Zona, trabajo tan bien hecho que se hizo de noche para que los camiones no interrumpieran el paso propio del comercio cotidiano.



Y por último, una caminata por el museo de lo personal: Cuatro niños que jugaban basquetbol en un improvisado arito, colgado en la ventana de una casa, en medio de una calle polvorienta. Cuando les pasé al lado, mi corazón infantil no pudo dejar de pedirles un tiro y mientras la bola despegaba de mis manos en una parábola perfecta, pude envisionar como el hule caliente acariciaba la malla en un tiro sin arrugas… Lamentablemente un niño malcriado, encaramado en la ventana, le dio un tapón a la pelota antes de que entrara. No importa, de todas formas, iba para dentro.