domingo, 28 de octubre de 2012

Samaná: La belleza oculta o el arte de no dar mente a nah



SAMANÁ: LA BELLEZA OCULTA O EL ARTE DE NO DAR MENTE A NAH

El pasado 15 de agosto tuve la oportunidad de visitar la exquisita provincia de Samaná, permaneciendo más tiempo en su común cabecera (“común” es sinónimo de “municipio”), Santa Bárbara de Samaná, incluyendo su distrito municipal, Las Galeras.

Samaná supuestamente fue elevado a distrito marítimo en 1867, lo cual equivalía a provincia, proviniendo su nombre de vocablos tainos. Su común cabecera data de alrededor de la mitad del siglo XVIII, siendo bautizada en honor a la reina Bárbara de Braganza, reina de España en ese momento.

Por supuesto, este no pretende ser un ensayo escolar acerca de tan singular provincia, históricamente ignorada por el gobierno nacional, sino un recuento escueto de mi viaje que me dejó algunas desabridas impresiones.



Lo cierto es que acompañado por un entrañable amigo nos embarcamos a nuestra travesía bien temprano, siguiendo la ruta de San Francisco de Macorís y tomando un desvío en Arenoso, para aprovechar un “tramito” de la carretera nueva, sin tener que atravesar Nagua. Al llegar a Santa Bárbara pude rápidamente resolver las diligencias que me llevaron a emprender el viaje y el resto del día se nos presentó como una buena oportunidad de exploración. Nuestra primera acción fue dirigirnos a Las Galeras, por una carretera estrecha, enlongada, pero en excelentes condiciones, donde pudimos disfrutar de frescos paisajes soleados. Al llegar a la Playa de las Galeras, el mar se abrió como una cuenca gigantesca, adornada por vistosas palmeras y vibrante follaje a su alrededor, el cual mi cámara fue incapaz de capturar en todo su esplendor.



Algunos restaurantes de la playa mostraban el tradicional estilo dominicano consistente en ranchos de mampostería, pisos de cemento pulido y techos de zinc, pintados todos de un solo color, verde, blanco o amarillo, con letras en rojo que dicen “Restaurant…” y publicitan su oferta gastronómica. La conversación con un botero arrojó luz sobre las playas cercanas para bañarse, su inaccesibilidad por otro medio que no sea bote y los precios que le dan a los cara-de-bobo como nosotros.

Mientras el hambre se cernía sobre nosotros, nos dimos cuenta de la necesidad de procurar sustento y recorrimos dos veces la calle principal del distrito en búsqueda de un sitio que nos llamara la atención. Finalmente, un letrero más estilizado que los demás nos hizo fijarnos en un sitio con mejor presencia que los otros.



Limpios pisos de grava, nuevas mesas de madera barnizada y un elevado techo de zinc cubierto de cana, nos invitaron a tomar asiento en un comedor típico donde el pescado, el arroz, el concón, las habichuelas, la limonada y hasta el aguacate eran tan baratos y exquisitos que cuando recordé que quería fotografiar la comida, ya había desaparecido casi la mitad.



Después de contentar nuestro paladar regresamos a Santa Bárbara, donde exploramos “la chorcha”, iglesia protestante construida por los pobladores cocolos en un estilo muy exógeno a nuestra isla y que se mantiene en pie y vigente como centro espiritual a más de un siglo de su fundación.


Podemos decir que hasta el momento, nuestro viaje había resultado ser positivo y revitalizante. Nos dirigimos hacia el muelle, curiosos por unas extrañas máquinas de ejercicio que vimos allá, muy peculiares y diría que hasta útiles, a fines de propiciar la práctica de deportes en un país donde las medallas de oro se celebran con tanta grasa y alcohol que hombres y mujeres jóvenes de nuestra nación presentan numerosos problemas de obesidad, gastritis y malnutrición. No obstante, más nos llamó la atención la negritud del agua de la costa, la cual, una inspección más detallada reveló que debíase al vertido intratado de aguas residuales directamente al mar, donde patos nadaban y botes pequeños atracaban. Definitivamente, no recomiendo bañarse en esa playa.



Como potencial turista sentí repulsión y preocupación, unidas al coraje de ver como todo parecía haber sido dispuesto para hacer de ese muelle el principal foco de atracción turística, con kioscos y miradores a lo largo de la orilla y el gran proyecto Plaza Príncipe (todavía pobremente explotado), solamente a una calle de distancia y, a pesar de ello, no parecía haber, por parte de las autoridades edilicias, un plan para al menos recoger la basura que se acumulaba en sus costas.



Vi una pareja que a mi entender era coreana (pero que bien podían ser dominicanos con ese fenotipo), desmontarse de su vehiculo con un niño pequeño, pararse a tomar dos fotos lejos de la orilla y marchar en menos de cinco minutos. ¿Qué los habrá hecho alejarse, el sol, la hora, la vista sucia? Quien sabe, no se quedaron lo suficiente como para poder deducirlo.

Prosiguiendo el camino tomamos lo que solo puede llamarse un sendero pedregoso para llegar al museo de la ballena, donde, por una simbólica contribución de 70 pesos por persona, recibimos un tour guiado por un joven de la localidad, acreditado por el Ministerio de Medioambiente para dirigir expediciones balleneras



El museo, aunque pequeño, era muy completo e incluía hasta el esqueleto casi completo de una ballena jorobada (no ponemos las fotos para que se motiven a ir a verlo). Resultó ser una experiencia muy positiva.

Después de salir del museo teníamos el interés de conocer el puente transmarino que adorna el retrato costero de la ciudad. Para sincerarme, siempre pensé que se trataba de un puente vehicular, pese a las admoniciones de mi amigo ingeniero civil. Al acercarnos, próximo al museo, pero atravesando una callejuela oculta, incluso en peores condiciones que la anterior, desembocamos en una triste esquina llena de basura y barcos encallados.



En una nota aparte, no sentí tristeza alguna al equivocarme respecto a la peatonalidad del puente, pues fue tan grata su visión y tan sincero mi orgullo patrio al verlo de acceso gratuito, disponible para todos los samanenses (tenia miedo, por su cercanía a un hotel aparentemente de lujo, que hubiera sido privatizado) que ni recordaba haberlo soñado vehicular. Quisiera resaltar, a favor del hotel, que a pesar de que éste opera la pequeña playa aledaña al puente y tiene su área reservada con “sheilones” y sombrillas de cana, esta área esta lejos de la costa y la playa es pública (¡gracias a Dios se respetan los derechos de nuestra ciudadanía!). A los blancos turistas se les ve jugando volleyball con los locales y comprando cositas de ocasión, pero si supieran que a unos 300 metros desaguan los inodoros de la ciudad, dudamos que fueran tan felices bañistas.



Volviendo al puente, el punto más álgido de nuestro viaje, el mismo está construido en concreto y recorre tres mogotes de piedra arborizados. Una vez salvada la escalera se abre ante ti la precaria construcción, cuyo aspecto es tan isleño y tan peculiar, que te invita a recorrerlo con un trago en la mano, descalzo o en sandalias, mientras ves los barcos y veleros maniobrar y digieres apaciblemente un coctel de camarones frescos.





Al terminar los primeros pasos entras al primer islote y eres seducido por una pétrea escalinata, amparada del inclemente sol por un tupido follaje. Todo está en paz y la vida es un camino sosegado que te espera. Entonce, cuando nada podía ser más perfecto, abres tus ojos dominicanos, escépticos, punzantes. Botellas viejas aquí, graffiti por acá, aquí hace falta una baranda y ¡saz!, caes al precipicio.



Te das cuenta que esta estructura se está a punto de desplomar. Las paredes se hacen añicos, las varillas se corroen por la sal, el moho y el olor a orines invaden el fétido ambiente y los “guaraguaos”, en su vuelo, no te parecen majestuosos, sino horribles y peligrosos. Ya ha muerto la ilusión primera y sólo queda la decepción típica del dominicano: todo lo bonito es una ilusión ya hace tiempo arruinada por manos inconcientes.

Al acercarnos al último peñasco, la impresión es la misma. De lejos, toda la exhuberancia de lo desconocido.



Al pisar tierra firme, una alfombra blanca tapizada de vasos y botellas, una playa sucia adornada de estiércol.



¿Por qué el síndico no tendrá al menos dos barrenderos asignados a esta área tan bella, tan azul e infinita? ¿Por qué la posible atracción turística más elegante y original de la zona parece un armatoste? Varillas desnudas y reducidas por el salitre, escaleras derruidas sin baranda o protección, miradores conquistados por maleza y hierba mala, placas de concreto ominosamente dispuestas, como esperando el sismo que las hará colapsar, tubos descascarados, ideales para guarecer el alambrado eléctrico mediante el cual el puente una vez se iluminó, mucho tiempo atrás. ¿Por qué “en medio de esta tierra recrecida… donde duerme un bosque en cada flor y en cada flor la vida”, ni siquiera los propios dominicanos sabemos darle un poquito de valor a lo nuestro? “Tierra santa y hedionda” como diría Joaquín Pasos.

En el camino de vuelta íbamos callados, dormidos, apesumbrados. Como nosotros, el cielo se anubló y una tormenta nos obligó a detenernos por un rato. Al final, horas después, crucé el umbral de mi casa en Santiago de los Caballeros, dejé mi bulto en la alcoba y me acosté a dormir. Por dentro, sabia que había realizado este viaje para limpiar mi alma y terminé igual de sucio, lo cual me hace sentir profundamente cansado.



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