Nunca maldigas en el cielo
Estaba en el TEP, aquel edificio
nuevo de la Universidad, sentado en una de sus aulas de paredes blancas y
columnas grises. Todo tan limpio e inmaculado, todo tan moderno y novedoso.
Luces de halógeno y abanicos de pared personalizables. Para mí, era mucho más
apacible que aquellas aulas de A4, tan viejas como la Universidad y con butacas
igual de antiguas. Quisiera tomar todas mis clases aquí, pero eso sería un
cuento bastante mediocre. No he escrito esta historia para exaltar los salones
de clases, sino para relatar mi experiencia el día que fui tomado de esta
tierra por dos largos minutos.
Me encontraba precisamente en el
tercer piso del TEP, caminando por sus pasillos de concreto sin embaldosar. Al
final del pasillo, junto a la escalera, fumaban mis dos buenos amigos, Alfredo
y Ricardo, semi sentados sobre una baranda mientras veían con ojos predatorios
a las mujeres que subían por la escalera. Me acerqué vociferando en inglés y
moviendo mis brazos como una especie de rapero y entre expresiones políticamente
incorrectas nos estrechábamos la mano y nos dábamos pequeños empellones como
tres tajalanes.
Fue en un momento de estos,
mientras cuestionaba a Ricardo acerca de su homosexualidad: “Yo, man. You sure
you a’int gay?”, que éste, bajando la mirada despreocupadamente, me dio un
ligero empujón mientras decía “payaso”. De pronto, el inocente relajo se volvió
letal porque: “¡coño!”, exclamé, mi pie se vio súbitamente sin lugar donde
apoyarse y para mi desgracia, me di cuenta que me estaba cayendo por las
escaleras.
***
Ahora bien, nunca había estado
muerto, pero jamás me figuré que se pareciera tanto a una montaña rusa. Mis
pies estaban firmemente plantados sobre una nube, pero mis pupilas estaban
dilatadas y mi corazón latía a mil por hora, al mismo tiempo que el viento
helado se impactaba contra mi rostro. “Uff, al menos llegué al cielo”, me dije,
pero todo era muy distinto a las pinturas renacentistas o a los grabados que se
utilizan en las carátulas de algunas ediciones de La Divina Comedia. Aquí todo
era blanco y luminoso, hasta el suelo, el cual parecía estar conformado por una
sólida capa de algodón de azúcar, pero que según mi lengua, sabía a leche
cortada. Eso normalmente no hubiera importado, ya que uno no estila comer
suelo. Era más bien la soledad que me preocupaba. Pura y extensa soledad.
Leguas y leguas de suelo esponjoso y ni una persona a la vista. Ni un edificio,
piscina o supermodelo en bikini, nada más que inservible algodón de azúcar.
“¡Maldita sea!”, exclamé y ¡puff!
De repente me dolía tremendamente la cabeza, y sentía un extraño hormigueo en
el brazo derecho. Abrí los ojos y sólo pude ver la cara barbuda y rubicunda de
Ricardo mientras se tapaba los ojos y repetía “¡oh shit, oh shit, oh shit!”. Una
multitud se había agrupado a mi alrededor y una voz femenina gritó “¡está vivo,
se mueve!”. Lentamente me senté y Ricardo, con una alegría si límites en los
ojos decía “mala mía, loco. Malísima mía. ¿Tú ‘ta bien?”.
Como pude, le respondí que sí,
aunque probablemente tenía una costilla rota y el brazo también. Finalmente
saqué fuerzas para hacerle una advertencia amigable: “Oye, loco…” le dije. “Dime,
dime”, me increpó. “Nunca maldigas en el cielo”.
Encontrado en mi cuaderno de
matemáticas 103, así que 2008. Ricardo y Alfredo son personajes de la vida
real, pero sus apellidos son omitidos para proteger su privacidad. Los eventos
narrados ocurrieron tal cual hasta que Ricardo me empujó y me llamó “payaso”, pero
por gracia de Dios, mi pie si encontró apoyo.
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