SAMANÁ: LA BELLEZA OCULTA O EL
ARTE DE NO DAR MENTE A NAH
El pasado 15 de
agosto tuve la oportunidad de visitar la exquisita provincia de Samaná,
permaneciendo más tiempo en su común cabecera (“común” es sinónimo de
“municipio”), Santa Bárbara de Samaná, incluyendo su distrito municipal, Las
Galeras.
Samaná
supuestamente fue elevado a distrito marítimo en 1867, lo cual equivalía a
provincia, proviniendo su nombre de vocablos tainos. Su común cabecera data de
alrededor de la mitad del siglo XVIII, siendo bautizada en honor a la reina Bárbara
de Braganza, reina de España en ese momento.
Por supuesto, este
no pretende ser un ensayo escolar acerca de tan singular provincia, históricamente
ignorada por el gobierno nacional, sino un recuento escueto de mi viaje que me
dejó algunas desabridas impresiones.
Lo cierto es que
acompañado por un entrañable amigo nos embarcamos a nuestra travesía bien
temprano, siguiendo la ruta de San Francisco de Macorís y tomando un desvío en
Arenoso, para aprovechar un “tramito” de la carretera nueva, sin tener que
atravesar Nagua. Al llegar a Santa Bárbara pude rápidamente resolver las
diligencias que me llevaron a emprender el viaje y el resto del día se nos
presentó como una buena oportunidad de exploración. Nuestra primera acción fue
dirigirnos a Las Galeras, por una carretera estrecha, enlongada, pero en
excelentes condiciones, donde pudimos disfrutar de frescos paisajes soleados.
Al llegar a la Playa de las Galeras, el mar se abrió como una cuenca
gigantesca, adornada por vistosas palmeras y vibrante follaje a su alrededor,
el cual mi cámara fue incapaz de capturar en todo su esplendor.
Algunos
restaurantes de la playa mostraban el tradicional estilo dominicano consistente
en ranchos de mampostería, pisos de cemento pulido y techos de zinc, pintados
todos de un solo color, verde, blanco o amarillo, con letras en rojo que dicen
“Restaurant…” y publicitan su oferta gastronómica. La conversación con un
botero arrojó luz sobre las playas cercanas para bañarse, su inaccesibilidad
por otro medio que no sea bote y los precios que le dan a los cara-de-bobo como
nosotros.
Mientras el hambre
se cernía sobre nosotros, nos dimos cuenta de la necesidad de procurar sustento
y recorrimos dos veces la calle principal del distrito en búsqueda de un sitio
que nos llamara la atención. Finalmente, un letrero más estilizado que los
demás nos hizo fijarnos en un sitio con mejor presencia que los otros.
Limpios pisos de
grava, nuevas mesas de madera barnizada y un elevado techo de zinc cubierto de
cana, nos invitaron a tomar asiento en un comedor típico donde el pescado, el
arroz, el concón, las habichuelas, la limonada y hasta el aguacate eran tan
baratos y exquisitos que cuando recordé que quería fotografiar la comida, ya había
desaparecido casi la mitad.
Después de
contentar nuestro paladar regresamos a Santa Bárbara, donde exploramos “la
chorcha”, iglesia protestante construida por los pobladores cocolos en un estilo
muy exógeno a nuestra isla y que se mantiene en pie y vigente como centro
espiritual a más de un siglo de su fundación.
Podemos decir que
hasta el momento, nuestro viaje había resultado ser positivo y revitalizante.
Nos dirigimos hacia el muelle, curiosos por unas extrañas máquinas de ejercicio
que vimos allá, muy peculiares y diría que hasta útiles, a fines de propiciar
la práctica de deportes en un país donde las medallas de oro se celebran con
tanta grasa y alcohol que hombres y mujeres jóvenes de nuestra nación presentan
numerosos problemas de obesidad, gastritis y malnutrición. No obstante, más nos
llamó la atención la negritud del agua de la costa, la cual, una inspección más
detallada reveló que debíase al vertido intratado de aguas residuales
directamente al mar, donde patos nadaban y botes pequeños atracaban. Definitivamente, no recomiendo bañarse en
esa playa.
Como potencial
turista sentí repulsión y preocupación, unidas al coraje de ver como todo parecía
haber sido dispuesto para hacer de ese muelle el principal foco de atracción
turística, con kioscos y miradores a lo largo de la orilla y el gran proyecto
Plaza Príncipe (todavía pobremente explotado), solamente a una calle de
distancia y, a pesar de ello, no parecía haber, por parte de las autoridades
edilicias, un plan para al menos recoger la basura que se acumulaba en sus
costas.
Vi una pareja que a
mi entender era coreana (pero que bien podían ser dominicanos con ese
fenotipo), desmontarse de su vehiculo con un niño pequeño, pararse a tomar dos
fotos lejos de la orilla y marchar en menos de cinco minutos. ¿Qué los habrá
hecho alejarse, el sol, la hora, la vista sucia? Quien sabe, no se quedaron lo
suficiente como para poder deducirlo.
Prosiguiendo el
camino tomamos lo que solo puede llamarse un sendero pedregoso para llegar al
museo de la ballena, donde, por una simbólica contribución de 70 pesos por
persona, recibimos un tour guiado por un joven de la localidad, acreditado por
el Ministerio de Medioambiente para dirigir expediciones balleneras
El museo, aunque
pequeño, era muy completo e incluía hasta el esqueleto casi completo de una
ballena jorobada (no ponemos las fotos para que se motiven a ir a verlo). Resultó
ser una experiencia muy positiva.
Después de salir
del museo teníamos el interés de conocer el puente transmarino que adorna el
retrato costero de la ciudad. Para sincerarme, siempre pensé que se trataba de
un puente vehicular, pese a las admoniciones de mi amigo ingeniero civil. Al
acercarnos, próximo al museo, pero atravesando una callejuela oculta, incluso
en peores condiciones que la anterior, desembocamos en una triste esquina llena
de basura y barcos encallados.
En una nota aparte,
no sentí tristeza alguna al equivocarme respecto a la peatonalidad del puente,
pues fue tan grata su visión y tan sincero mi orgullo patrio al verlo de acceso
gratuito, disponible para todos los samanenses (tenia miedo, por su cercanía a
un hotel aparentemente de lujo, que hubiera sido privatizado) que ni recordaba
haberlo soñado vehicular. Quisiera resaltar, a favor del hotel, que a pesar de
que éste opera la pequeña playa aledaña al puente y tiene su área reservada con
“sheilones” y sombrillas de cana, esta área esta lejos de la costa y la playa
es pública (¡gracias a Dios se respetan los derechos de nuestra ciudadanía!). A
los blancos turistas se les ve jugando volleyball con los locales y comprando
cositas de ocasión, pero si supieran que a unos 300 metros desaguan los
inodoros de la ciudad, dudamos que fueran tan felices bañistas.
Volviendo al
puente, el punto más álgido de nuestro viaje, el mismo está construido en
concreto y recorre tres mogotes de piedra arborizados. Una vez salvada la
escalera se abre ante ti la precaria construcción, cuyo aspecto es tan isleño y
tan peculiar, que te invita a recorrerlo con un trago en la mano, descalzo o en
sandalias, mientras ves los barcos y veleros maniobrar y digieres apaciblemente
un coctel de camarones frescos.
Al terminar los
primeros pasos entras al primer islote y eres seducido por una pétrea
escalinata, amparada del inclemente sol por un tupido follaje. Todo está en paz
y la vida es un camino sosegado que te espera. Entonce, cuando nada podía ser
más perfecto, abres tus ojos dominicanos, escépticos, punzantes. Botellas
viejas aquí, graffiti por acá, aquí hace falta una baranda y ¡saz!, caes al precipicio.
Te das cuenta que
esta estructura se está a punto de desplomar. Las paredes se hacen añicos, las
varillas se corroen por la sal, el moho y el olor a orines invaden el fétido
ambiente y los “guaraguaos”, en su vuelo, no te parecen majestuosos, sino
horribles y peligrosos. Ya ha muerto la ilusión primera y sólo queda la
decepción típica del dominicano: todo lo bonito es una ilusión ya hace tiempo
arruinada por manos inconcientes.
Al acercarnos al último
peñasco, la impresión es la misma. De lejos, toda la exhuberancia de lo
desconocido.
Al pisar tierra
firme, una alfombra blanca tapizada de vasos y botellas, una playa sucia
adornada de estiércol.
¿Por qué el síndico
no tendrá al menos dos barrenderos asignados a esta área tan bella, tan azul e
infinita? ¿Por qué la posible atracción turística más elegante y original de la
zona parece un armatoste? Varillas desnudas y reducidas por el salitre,
escaleras derruidas sin baranda o protección, miradores conquistados por maleza
y hierba mala, placas de concreto ominosamente dispuestas, como esperando el
sismo que las hará colapsar, tubos descascarados, ideales para guarecer el
alambrado eléctrico mediante el cual el puente una vez se iluminó, mucho tiempo
atrás. ¿Por qué “en medio de esta tierra recrecida… donde duerme un bosque en
cada flor y en cada flor la vida”, ni siquiera los propios dominicanos sabemos
darle un poquito de valor a lo nuestro? “Tierra santa y hedionda” como diría Joaquín
Pasos.
En el camino de
vuelta íbamos callados, dormidos, apesumbrados. Como nosotros, el cielo se
anubló y una tormenta nos obligó a detenernos por un rato. Al final, horas
después, crucé el umbral de mi casa en Santiago de los Caballeros, dejé mi
bulto en la alcoba y me acosté a dormir. Por dentro, sabia que había realizado
este viaje para limpiar mi alma y terminé igual de sucio, lo cual me hace
sentir profundamente cansado.
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